El espíritu del Soho se hace carne y se materializa. El CAC
es la nave nodriza de un barrio, el antiguo ensanche, que estaba apagado.
Palmeras y prostitutas. Oficinas cuyos trabajadores abarrotaban bares a
mediodía y por la noche abandonaban las calles donde de día había sido
imposible aparcar. La noche, coches a 10km/h y mujeres en las esquinas. Una
carcajada, un grito rompiendo la madrugada. De repente alguien dijo Soho. El
Soho es un mantra del que tirar (juego de palabras un poco torpe) y ha supuesto
un revulsivo. Se han peatonalizado algunas calles, se han abierto galerías de
arte, se puede escuchar jazz en directo, el barrio entero cobra algo de CAC y
vienen artistas reputados (ahora que no están las putas) y pintan fachadas que
desviarán a los cruceristas de su recorrido habitual. Tenemos un Soho hecho
carne. Los alquileres, sin embargo, suben, se pierde el espíritu. Más que el
barrio de los artistas es el barrio de las artes. Que no es poco. Ha sido una
idea fantástica el Soho, aunque hace falta otro Soho compatible con este Soho
primero.
El otro Soho
Jorge Luis Borges, en el maravilloso poema ‘El otro tigre’,
piensa en un tigre, un tigre falso pues lo ha inventado entre los anaqueles de
su biblioteca, y a este tigre opone otro, el auténtico: el «tigre fatal que
bajo la diversa luna va cumpliendo su rutina de amor, de ocio y de muerte». Al
Soho que ha revitalizado, que está revitalizando una zona de Málaga, podemos
oponer otro, el que observamos que nace mientras paseamos por la calle Camas
–donde también hubo prostitutas, y conventos– y Pozos Dulces, intramuros, en la
parte más antigua de la ciudad antigua, un laberinto al que ojalá sepamos
encontrarle una salida.
El jardín vertical
Situemos la geografía del otro Soho. Los límites podrían
encontrarse entre la calle Comedias, la calle Mártires, la calle Nosquera y la
última calle en el interior de la muralla: Arcos de la Cabeza y Muro de las
Catalinas. Las arterias podrían ser de momento calle Andrés Pérez y la calle
Pozos Dulces.
Entre Pozos Dulces y Arcos de la Cabeza hay una plaza
escondida que antes no existía. Es el epicentro de esta zona. Dos callejones de
este laberinto desembocan en ella. Se derrumbó una vivienda y se obtuvo una
plaza. Una maravilla de plaza. La arquitecta Natalia Muñoz Aguilera diseñó un
jardín vertical y una ludoteca. Un jardín vertical es lo que literalmente
indica su nombre: un jardín en un muro. Puede pasearse por él, pero nada más (y
nada menos) que visualmente. Una capa de vegetación de un grosor de diez centímetros
combinando diversos verdes, diversos rojos, una inmensa pared viva y hermosa
ante la que nos detendremos como lo hacemos en las fachadas del Soho oficial,
en algunos cuadros e instalaciones del CAC. Bajo el jardín, en el mismo muro,
un jardín de palabras metálicas: piel, nosotros, oportunidad, abismo,
obstáculo, niña. La plaza es pequeña y al girarnos creeremos que no tiene
salida. Un sólo árbol verde de flores de un rojo intenso (ya no está el ciprés
del principio). El muro de un convento (cuántos conventos hubo en Málaga, en
esta zona de prostíbulos) y el magnífico edificio de una ludoteca municipal,
dos cubos, el de arriba girado sobre el de abajo, blancos. No es mala idea que
haya una ludoteca, un lugar para que los niños del barrio puedan jugar, para
que las familias puedan conciliar la vida laboral y la familiar. Un barrio sin
gente al final es otro museo, un jardín frío, muerto.
Otro arquitecto, José Oyarzábal, ha diseñado el mobiliario
urbano de estas calles, bancos y farolas de diseño elemental –como él explica–
instalados con discreción en este lugar cargado de historia. También debemos a
José Oyarzábal la elección de los versos que vamos encontrando en las paredes
del laberinto, «la calle como metáfora de libro», versos de Góngora o Goethe, de
Petrarca o de Kavafis, como graffitis antiquísimos que realzan fachadas y nos
animan a seguir buscando.
Comercios en Andrés Pérez
Mientras calle Larios va cumpliendo su función de calle
comercial de ciudad occidental moderna y los locales van siendo adquiridos por
franquicias que la hermanan con las principales calles de las principales
ciudades, en la parte de la ciudad de la que nos ocupamos van abriéndose
tiendas diferentes, con sabor y personalidad propias. En la estrechísima Andrés
Pérez, que va de Carretería hasta la plaza de los Mártires, pequeños comercios
van animando el barrio. Pasando la pequeña iglesia del convento de las
Catalinas, del siglo XVIII y vacío, dicen que incluso en venta, se llega a
Mahatma, arquitectura con alma, un espacio creado para artistas de gran alma,
donde justo ahora exponen dibujos de Andrés Mérida y venden juguetes
educativos, al estilo de un par de jugueterías en la calle Comedias, un poco
más allá, organizan talleres de arquitectura para niños, venden juguetes diferentes,
quieren comercializar juguetes realizados por ellos. Junto a ella una tienda de
ropa personal y elegante, L’Atelier de Sion, y entre ambas La casa del Perro,
un restaurante agradable con menús diarios de tres opciones (vegetariano, de
carne y de pescado) y los viernes con «la música en la olla», platos inspirados
en alguna canción. En frente, La Casa del Cardenal, una tienda de antigüedades
en un palacete del siglo XVII con un espectacular patio. La calle, hemos
entrado por Carretería, nos lleva hasta El Calafate, un restaurante Vegerariano
también con menús diarios. Locales cuidados, cálidos, acogedores.
El otro Soho
Tal vez el centro centro, los alrededores de la calle
Larios, está siendo tomado por la hostelería, lugares para que la gente venga,
se quede un rato y luego se vaya. Un barrio es otra cosa, y tal vez esta nueva
zona antigua lo consiga, para ello hacen falta viviendas, y que estas no sean
sólo de 25 m2 porque ahí no entra una familia. Y hace falta una ludoteca como
la de Pericón, y hacen falta panaderías y también alguna tienda de alimentos,
algún bar, algún restaurante como estos de Andrés Pérez.
Frente a El Calafate se encuentra Scrappiel, donde además de
vender enseñan a fabricar lo que venden. Talleres de cuero y de iniciación al
scrapbooking (elaboración de ingeniosos libros con papel), después la tetería
El Harem, la decana de la zona, y las tiendas Ámbar, de ropa de segunda mano, y
Quasipercaso, de ropa vintage. No está mal para una zona por la que sólo se
podía caminar, si acaso, de día.
Nosquera
La calle Pozos Dulces comienza, o termina, en la parte de
atrás de La Casa Invisible, que tiene una puerta que da a esta calle, junto a
El Calafate. Atravesando el patio de este centro social y cultural (un edificio
municipal en situación de abandono que fue okupado, arreglado y dotado de vida,
con cafetería y numerosas actividades) se sale a calle Nosquera, que la
señalábamos como uno de los límites de este recorrido. Ya no está el B52, el
bar de mi compañero Fernando Calvo, con la mejor música de Málaga, en cuya
puerta un skinhead abría y cerraba unas tijeras mirando a un yo de hace
veinticinco años con melenas, y el skinhead repetía ay qué coleta más bonita,
aunque no llegó a cortármela. Hay otros bares (donde el B52 está El Muro, que
no conozco: me corté la coleta), frente a la iglesia de San Julián, también el
Indiana y el Modernícolas (inquietísimos en la cultura) y también en calle
Nosquera está La Luna, que es una tienda de ropa y artesanía con olor a
incienso, y la tienda de comercio justo de Intermón Oxfam, y En Portada, una
librería especializada en cómics y, en frente, La Casa Invisible, que si
atravesamos el patio y salimos por la puerta de atrás estamos en... la calle
Pozos Dulces, que termina, o empieza, allí. Nuestro laberinto.
Pozos Dulces
En la puerta de atrás de La Invisible comienza, o termina,
la calle Pozos Dulces, que en seguida se cruza con Andrés Pérez. Aún no sabemos
si cruzamos un barrio que va muriendo o que va renaciendo, o sí lo sabemos pero
lo que parece es eso. Balcones espléndidos, muros de ladrillo que esconden
solares sombríos, casas restauradas con un gusto exquisito, fachadas que
reflejan la ruina, ventanas tapiadas, y los versos que van componiendo un poema
de varios autores. «Vete a donde tus pies y los vientos te lleven» (Horacio),
«¡Oh ciudad, no en la tierra!» (Aleixandre), el contundente «Entré en el
laberinto y no he salido», de Petrarca, indicándonos que podríamos desviarnos
un momento de Pozos Dulces y ahí está el premio: ante nosotros se crea la plaza
de Pericón. De nuevo en Pozos Dulces, en una esquina amplia maniobra una
furgoneta que resulta inverosímil que haya llegado hasta allí, y ahora no sabe
regresar, no puede, ante la Casa del Niño Jesús, que esconde otro patio
inmenso. A partir de aquí el callejón se hace más ancho, se desvía al llegar a
otra sorpresa: la plazuela del Cristo de las Penas, con sus naranjos, sus casas
antiguas, sus restauraciones cuidadas y el fin de la ciudad: la muralla que la
rodeó y la contuvo y resistió –cuántos muertos– el ataque de los Reyes
Católicos, acampados con sus ejércitos en los arrabales.
La parte de Pozos Dulces que queda para terminar, o para
empezar, es el ensamblaje con el resto de la ciudad, la salida del laberinto,
donde con un curioso y castizo Almacenes Dori conviven un taller de reparación
de rejilla y anea, balcones que devuelven en colores los rayos de sol, el bar
Diamante con sus botellas de brandy tras las vitrinas y la barra de ladrillo y
su antigüedad en esta ciudad donde las tabernas la pierden en seguida porque
desaparecen al alcanzar la solera. Ahí está ya calle Compañía, que tiene ella
sola uno de estos paseos, con el Thyssen y las tiendas y los viajes que entran
ganas de emprender nada más empujar la puerta de la librería Mapas y Compañía,
con los globos colgando del techo que nos llevan al verso de Horacio unos
metros más allá, «Vete a donde tus pies y los vientos te lleven», al comienzo
de Pozos Dulces, o al final, en la boca de este laberinto, este otro Soho. La
ciudad creciendo desde su epicentro. Ojalá.(Publicado en Diario Sur)
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